Una velada con Hiroshi Kitamura
Lucía Carro
La obra de Hiroshi Kitamura es tan desusada, y tiene tanta verdad, artesanal, biológica y conceptual que resulta difícil encontrar palabras para describirla, es exigente incluso para el que desee alabarla; no vale, no sirve el lenguaje cotidiano sin más, y mucho menos el lenguaje intelectualoide habitual en la crítica de arte: la humildad curiosamente imperiosa que se respira en el paciente quehacer artesanal de Hiroshi, y la nobleza de su materia prima: la madera difunta, no permiten tales desmanes.
Así, en el último encuentro auspiciado por la Fundación Numa con el artista, dentro de las muchas actividades y talleres que con motivo de su presencia en nuestra isla ha propiciado, todos los asistentes tuvimos que ahondar en nosotros mismos al adentrarnos en el universo creativo de Hiroshi, su humor de sonrisa y su «leña» a lo pretencioso y a la inautenticidad.
Una nueva oportunidad de exploración y descubrimiento que ofrece Numa a la Isla, un nuevo concepto de expositivo, con raíces bien antiguas y leñosas, gobernado de la mano sabia y «no usada» de Marie Hélène Beharel.
Mediante una cuidadísima selección de artistas y de equipo, Numa, entre otras misiones se ha impuesto recuperar el arte de la conversación de los «salones literarios» que hicieron famoso ciertas damas dieciochescas por toda Europa (en España a estas refinadas cosas se les llamaba «academias»).
Sin embargo, en este caso con su estilo sencillo y cristalino, sin alaracas, Marie Hélène Beharel, criada y educada en Hispanoamérica, genera una energía más tertuliana que de salón parisino. En las veladas de Numa los asistentes procuran, cuando toman la palabra, aportar y compartir más que únicamente lucirse, construyendo así un lar de intercambio, de disfrute compartido y de acicate de la curiosidad.
Para ello Marie Hélène no escatima medios: Esta vez eligió como contrincante, más que digno, del reservado Hiroshi, al filósofo de la ciencia Josep Lluís Barona que supo bien hacer de partero socrático, logrando que el artista japonés se expresara con profusión desacostumbrada.
Este estilo de nuevo cuño que está resucitando Numa constituye un verdadero «activo» para Menorca. Espero que prospere, todos los que hemos tenido la suerte de asistir a estas tertulias esperamos con ilusión y avidez la próxima, que clausurará, en noviembre, la exposición de H.K.
No quiero dejar aquí la cosa, voy a exponer brevemente algunas de las cuestiones que salieron a la luz durante el encuentro de marras y de las que todos quisiéramos saber más, más adentramiento:
La sui generis lectura de España y su evolución que puede hacer Hiroshi que lleva más de media vida en nuestro país. «Al llegar a Barcelona me tuve que desnudar» de su «japonesidad» (reducida a baratos estereotipos en la España de los años 80) y de sus expectativas ante la estética occidental a la que había pensado quizás acogerse; tuvo que inventarse y labrarse un camino artístico, una senda no trillada, desconocida hasta para él.
Curiosamente, las obras de H.K. no necesitan pedestal ni enmarcación. Se sostienen por sí solas, se valen por sí solas.
La exploración minuciosa con su compañera, Marta López Raurell, de muy numerosas cuevas prehistóricas por la península en pos de lo que acaso sentía aquel hombre que pintaba en agujero oscuro, luchando contra los elementos y sin concepto de público, ni de admiradores, ni de arte… «Yo buscaba ser un Neandertal»… Un detective… Como los arqueólogos especializados en prehistoria… y un investigador de la sutil conexión entre ese tipo de arqueología, super-de-suspense y la etnología, siempre presente en H.K., puro «choque cultural» encarnado.
Hiroshi eligió rescatar madera dada por muerta. Ojo, que especifica claramente que lo que él hace no es reciclar, él juega a otro juego, más arriesgado.
A diferencia de la «investigación» que se cree impartir en la universidad actual, Hiroshi sí que sabe indagar y preguntar hasta a la materia muerta, en un juego de investigación, de artesanía y de coreografía de «accidentes controlados» de lo más zen, que apura la raíz japonesa suya que no ha podido eliminar, de la que no se ha podido desnudar, como él dice, de lo lignificada que está.
Curiosamente, las obras de H.K. no necesitan pedestal ni enmarcación. Se sostienen por sí solas, se valen por sí solas. No necesitan muletas, se presentan ellas mismas en un «dejadme solo» casi taurino, aunque no esté desvinculado de la tradición animista japonesa, del yorishiro: especie de altar de troncos y vegetación erigidos mirando al cielo como un «almiar campanario» que invoca y convoca a los espíritus-que-andan-por-ahí-sueltos, especie de exvoto gigante de pie. Una «posturación» que recogería más tarde el arte del Ikebana –que también ha tratado este verano Numa en sus talleres– y que nos remite al gran misterio de la verticalidad humana, que nos diferencia del resto de los animales y nos confiere esa dignidad y autonomía que «nos permiten mirar cara a cara a las estrellas», como contaba tan bellamente Ovidio en el libro I de las Metamorfosis.
La forma de «llegar» y de presentarse de las obras de H.K., la autonomía que les permite prescindir de peana, elemento clave de la escultura clásica y de la museología actual que ha avanzado enormemente en la «zocalología» y la filosofía del «showcasing» (forma de disponer a los ojos y circulación del público), y como su energía guía y dirige nuestra deambulación en su derredor…
En una de sus intervenciones, cuando se explayó acerca de su pintura y su forma de pintar, tan vinculada, sin serlo totalmente, a la tradición japonesa, Hiroshi expresa su desazón ante el lienzo blanco (en su caso papel, competentemente seleccionado por Marta, su sabia compañera) y el reto de mancharlo. Oyéndole hablar me parecía estar oyendo al poeta simbolista Stéphane Mallarmé narrar su célebre «Angustia ante la página en blanco»: …«poeta impotente que maldice su genio»…, a la luz «…de la claridad desierta de mi lámpara sobre el papel vacío que su propia blancura veda»… ¡Cla-va-di-to!
El arte de H.K. me hace sentir niña porque H.K. hace hablar a sus creaciones como aquellos artistas de guiñol, un arte humilde donde los haya, sin pretensiones mundanas. Hace que éstas se dirijan a nosotros como aquellos guiñoleros que hacen creer a los niños que el personaje existe, está de pie, sólo, autónomo, vivo y sin pedestal alguno, sin que jamás asome la mano del guiñolista… aunque a veces se le vea algo de manga… me lo creo igual, y además, consigue que su voz no pueda ser otra que la del muñeco que supuestamente la profiere –y que no podría tener otra. El guiñolista hace que el muñeco tenga voz propia, característica, que no puede ser más que la suya y que sin embargo proviene de la garganta de un artista que permanecerá siempre en la sombra de la memoria del niño, aunque no su hacer mágico, generoso, y, por qué no, algo neandertaliano.
También sonríe H.K. como el pícaro tunante que tira la piedra y esconde la mano, porque le gusta engañar, lo disfruta… «Yo soy un gran mentiroso, un engañador», repite H.K. sin falsa modestia, sabiendo que el engaño, el subterfugio, lo ARTero, está a la raíz de la creación artística, del humor, y del embaucamiento de la ilusión.
Presentándonos a la pareja-en-arte-que forman Hiroshi y Marta, Numa vuela por los aires la clásica disyuntiva de la epistemología, la pregunta que siempre se ha hecho la filosofía de la ciencia: ¿Descripción o explicación? Para ser tan creativo hace falta ejercer mucho amor… Numa nos lo hace ver, «da a la mirada», como decía el poeta Paul Éluard…
La Fundación Numa también nos ha dado una lección, nada académica, pero sí de vida, de arte y de arte de la vida: el amor y el humor están más cerca de lo que parece.